miércoles, 3 de febrero de 2016

Un Ataque de Risa


¿De qué va la vida?
Bueno, tal vez te avisen los poetas, aunque dudo que sepan algo más de lo que no saben que saben, y de suerte, la marca de su whisky preferido.

Si algún autor sabe describir en el título de sus libros   la sensación que te producirá leer su trabajo, ese es Sartre.
Recomiendo pastillas para dormir, para los nervios, y, por supuesto un momento feliz y frugal dentro de esta cámara de los horrores, ojalá en un momento de tu vida con una relación personal especial y exquisita, que no haga perdurar en tu mente las voces sartreanas.

Listos y decentes, estamos preparados para la náusea.

Cualquier tipo que rechaza el nobel de literatura por considerar que en la dinámica de la sociedad no deben intervenir las instituciones, si no únicamente las personas mismas, merece alguna letra sin lustre.

¿Sinopsis?  Aquí no se come eso.
Bueno, digamos, un tipo viaja a un pueblo para escribir un libro sobre otro tipo que no recuerdo, y mientras escribe su libro, lleva su diario, y observa que nosotros, homínidos desarrollados, vivimos nuestra vida como si la contáramos, o, por ponerlo de otra forma, a veces la contamos, como si de verdad viviéramos lo que contamos.

Les dejo, uno de los extractos donde se intuye mejor algún pensamiento del personaje del libro, y hasta la mirada del propio Jean Paul Sartre.

El libro “La Náusea” fue publicado en 1939.

En la escena, mientras el personaje come con un acompañante, escucha la conversación de dos jóvenes sentados cerca, y lo que sigue lo piensa para sus adentros.

 (Aquí empieza el extracto del libro)

El joven se ríe con ironía. Ella prosigue:

—No podría soportar una... decepción.

—Hay que tener confianza —dice el joven—; así como está, en este momento, usted no vive.

Ella suspira:

—¡Lo sé!

—Mire a Jeannette.

—Sí —dice ella con un mohín.

—Bueno, a mí me parece muy bien lo que ha hecho. Ha tenido coraje.

—Pero —dice la muchacha— ella casi se precipitó sobre la ocasión. Le diré que si yo lo hubiese querido, habría tenido cientos de ocasiones de ese tipo. Preferí esperar.

—Tuvo usted razón —dice él tiernamente—, tuvo usted razón de esperarme.

La mujer ríe a su vez:

—¡Qué vanidoso! Yo no he dicho eso.

No los escucho más: me irritan. Se acostarán juntos. Lo saben. Cada uno sabe que el otro lo sabe. Pero como son jóvenes, castos y decentes, como cada uno quiere conservar su propia estima y la del otro, como el amor es una gran cosa poética que es preciso no espantar, van varias veces por semana a los bailes y a los restaurantes a ofrecer el espectáculo de sus pequeñas danzas rituales y mecánicas...

Después de todo, hay que matar el tiempo. Son jóvenes y robustos, todavía tienen para unos treinta años. Entonces no se dan prisa, se demoran y no están equivocados. Cuando se hayan acostado juntos, habrá que buscar otra cosa para ocultar el enorme absurdo de la existencia. Con todo..., ¿es absolutamente necesario engañarse?

Recorro la sala con la vista. ¡Qué farsa! Todas esas personas están sentadas con aire de seriedad; comen. No, no comen: reparan sus fuerzas para llevar a cabo la tarea que les incumbe. Cada una tiene su pequeño empecinamiento personal que le impide darse cuenta de que existe; no hay una que no se crea indispensable para alguien o para algo. ¿No era el Autodidacto el que me decía el otro día: “Nadie más indicado que Nouçapié para emprender esta vasta síntesis”? Cada uno de ellos hace una cosita, y nadie más indicado para hacerla. Nadie más indicado que el viajante de comercio, de allá, para colocar la pasta dentífrica Swan. Nadie más indicado que ese interesante joven para hurgar bajo las faldas de su vecina. Y yo estoy entre ellos, y si me miran, han de pensar que no hay nadie más indicado que yo para hacer lo que hago. Pero yo sé. No lo demuestro, pero sé que existo y que ellos existen. Y si conociera el arte de persuadir, iría a sentarme junto al hermoso señor de pelo blanco y le explicaría lo que es la existencia. Pensando en la cara que pondría, lanzo una carcajada. El Autodidacto me mira sorprendido. Quisiera detenerme, pero no puedo: me río hasta las lágrimas.

(Aquí finaliza el extracto)



Y bien, ¿existes?

Varias veces durante el año regreso a ese restaurante, sueño que estoy molesto con esa risa explosiva e inesperada, pero luego me acuerdo de soñarme cómodo, es decir, sin saber que existo.

Sin embargo, Sartre no tendría por qué fingir comodidad.  ¡Se casó con una de las intelectuales más prominentes de Francia del siglo XX!

Este no es de los míos, ¡tiene demasiado estilo para eso!
 (Risitas)

Tres   minucias finales.  Primero, este trozo literario no le dejará de sorprender a quien hoy, contra toda corriente moderna y políticamente correcta, posea suficiente honestidad humana, ya no digamos intelectual.
Segundo, el concepto de lo absurdo no es una consecuencia del estado de ánimo, sino una forma de afrontar la angustia, y más importante, nuestra finitud y sus límites.
Tercero, aunque, no sería raro que por instantes estuviéramos en el lugar del personaje del extracto, que se divierte en la ensoñación de anunciar a los otros el abismo de la mortalidad y la contingencia humana, seamos sinceros, todos hemos recorrido hasta el final, no sin cierta picardía de malhechores, el itinerario puberto de los jóvenes.


Y, como inicié este apunte vilipendiando a los poetas, aquí me lavo las manos:

¡Juventud Divino Tesoro!


¡Hasta el próximo cóctel de fracasos!

2 comentarios:

  1. jajaja, habeces, neesito leer un par de veces tus lineas para entenderte bien. y bueno, te diré que si te dices perdedor, y a tus lineas coptél de fracasos, te diré que aún entre los perdedores hay categorías, y a tí te podríamos poner entre los más letrados, con éxito en el léxico que umilla a los menos cultos.

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    1. tus rosas hacen que el blog de un perdedor no valga la pena. xd. xd.

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