viernes, 12 de febrero de 2016

La Tarde en que tomé Café con Janis a Espaldas de Folsom Street y la Tumba de Bukowski




Siguiendo con los textos orginales, acá plasmo otro, con la particularidad de que hace un tiempo lo había publicado en blind worlds.  Por lo tanto, está escrito a dos tiempos, en el retrato de un primer momento y su reflexión posterior.  Pero este es el último texto, hasta ahora, eso sí, jaja.
Como decía apareció hace como un año bajo otro nombre, que no es pseudónimo para nada, si no un simple nickname que uso en esa red social.
Utilizo el título del relato como título de esta entrada también.
 
(Aquí empieza)


Yo llevaba una bermuda ámbar y obsidiana hasta arriba de las rodillas, una camisa con una esvástica tachada en la parte izquierda del hombro y al frente el rostro de Gandhi con una sonrisa a la multitud.  Para ese entonces tenía la piel cetrina por el mal hábito de deambular en esta rueda mágica durante varios días y semanas sin bañarme.  La punta de un Montecristo asomaba en mi oreja derecha, el cual, con la humedad de San Francisco aquellos días había tornado en un color negruzco chocolate que en vez de fumárselo daban ganas de despedazarlo a mordiscos. 

Tenía los pies resueltos a permanecer dentro de la taberna, por eso me había venido con la misma bermuda de la noche anterior.
Sin Embargo, Aún no había resuelto una recalcitrante juventud entumecida en el iris único de su éxtasis.

Matsuo Bhaso no había partido hace tiempo, Vacunín permanecía, Tinianov estaba loco, “La novicia rebelde” flotaba en los sueños de mi madre, Alaska indescriptible, Bukowski o el fantasma de Chinaski dormía en un almacén de “homeless” en Atlanta, y yo, con el Aleph del paisano argentino bajo mi colchón de squatter.

Ayer corrí por los pequeños embarcaderos cercanos al Golden State con unos muchachos que hacían piruetas y trucos en patineta.  Luego Consuelo me dijo:  “no nos alejemos tanto del centro”, y yo supuse que se refería a nuestras vidas.  Nos estuvimos retorciendo de frío hasta medianoche cuando uno de los hermanos del camino nos ofreció la mitad de una botella de Crawford, gentilmente donada por uno de los estibadores del sitio.
Lo que quedó de la oscuridad me lo bebí todo.  Fue una de las pocas noches en que dormí hasta media mañana cuando desperté con un olor a flor de durazno entre los dientes y el paladar quemado como si hubiera bebido una sopa hirviendo a 60°.
Consuelo no maldice casi nunca, pero esta vez, y con razón, me mandó para Mozambique con una muy poética puteada.  Durante la madrugada había vomitado a un costado del escueto cuchitril, donde por desgracia estaban sus ropas.

Más tarde esa mañana, más temprano esa tarde, la tarde en que tomé café con Janis y capturaron poderosamente mi atención los reposaderos de las vigas coronas, situados en cada una de las esquinas de la taberna y que todavía olían a roble, a madero y aserradero.  Un albino tropezaba entre las patas de las sillas y los codos de los clientes que sobresalían de las diminutas mesas, ásperas y manchadas como los relatos de aquellos animales noctámbulos y taciturnos.  Era perfectamente normal que el albino pasara llevando un entremés de sopa de mariscos o recogiera del salón vacío todo tipo de bebidas con cafeína o alcohol. 
Mientras tanto, yo miraba cada cierto lapso de tiempo al fondo de la barra y tropezaba con los profusos hoyuelos de lechuza que tenía la muchacha encargada de esa parte de la taberna, hoyuelos que otros llamarían ojos.  Sentí temor dos veces seguidas, pensé que iba a volar hasta mí y arrancarme las orejas junto con el Montecristo, pero la tercera vez, por un instante, me hizo vagar por la nostalgia y entré lleno de placer en mi infancia cuando le robé el primer beso a una niña.
Ya no pude seguirme sustrayendo al carácter retraído de aquel lugar y me deslicé en una cascada lúdica:

Yo le dije que la quería.  Ella dice que también me quiere.
Nos quedamos los dos por un momento fijos en el aire del embeleso. Nos dijimos tantas cosas como cuando hay la certeza de la felicidad sin que se nos escape de las manos.  Yo sé que me querías, le dije.  Cómo no haberme querido entre los despojos del olvido.  Ya sé que te quiero, me dijo, pero no cuánto te quiero.  Tienes tanta dulzura en los párpados cuando no invocas al olvido.  Nos prometimos un contrato de pertenencia mutua, pero en ese momento despertamos.

Consuelo agitó mi mesa desde una mesa aledaña y volví a la realidad apenas Janis se sentaba frente a mí.  Por supuesto, me quedé paralizado como un idiota encastillado y en duermevela. No supe qué decir y no lo dije.

A espaldas nuestras estaban Folsom Street y la tumba de Bukowski.

-Hola.  Le dije / (maldito tonto pensé para mis adentros).
-How you doing?  Dijo furtiva y burlonamente.

OH Janis, mi Janis.  He andado marchando con John Dillinger entre las avenidas adversas de Chicago, y en Francia, a una calle de Los Cuatro Gatos donde conocieron a Monsieur Picasso, le sostuve el beso a los poetas malditos y a un húngaro ebrio que profería insultos en un latín medieval de Panonia.
Todo esto hube de decir, y no lo dije.
Oh Janis, mi Janis.
Me dediqué a exponerte una rara teoría sobre los tonos y movimientos musicales que lograste en el éxito “Pieces of mi heart”.

Dos mesas al frente de la nuestra unos turistas españoles intentaban un fandanguito y tu pelo tenía el rumor de la noche cuando se estrella en todos los estambres; hechos, que, de algún modo, en ese momento agravaron mis sentimientos de extrañeza y abandono.

Mi Janis, déjame ser tu payaso y qué me importan los reclamos de Bukowski.

Eleva, gira, canta
Sueña, muerde, disgrega,
Permite, cincela, ordena,
Aterriza, muerde, espera,
Amanece, entristece, sucumbe,
Déjame no ser tu extraño.
Reitera, pudre, alimenta,
Advierte, duerme, come
De este fruto anochecido.

No hay un abismo entre las acciones y las palabras.  Las acciones están hechas de palabras porque el universo no se podría modelar sin sentido alguno a sí mismo, no puede desvincularse su existencia con la existencia de su estética misma, su forma de modelar es ya de por sí su significado, la aprehensión de un discurso.  Mienten los idealistas, pero también mienten quienes declaran la vitalidad propia de una acción en el silencio.  Somos los hombres quienes zanjamos acción y palabra.  No puede haber sueño sin sueño, el sabor del sueño se descubre en su palabra.
Así me sucedió con Janis.  Un ventanal con cuadrículas de madera daba frente a mí, y tras el ventanal la calle, tras la calle, una inmensa distancia inhabitada, puesto que decidí ignorar la ciudad que me crecía   por los oídos, presa de un pánico, un torrente frío de difunto, el cristal eternizado bajo los párpados de los que ya descansan en el vientre del universo. 
Pensé que ese ventanal sería el testigo sabio y manso de mi anacronía. 

Janis estaba para mí, para alarme y representar una comedia llena de voces, un auditorio que murmuraba a nuestro alrededor como tal vez solo puedan advertir las rocas.
A espaldas nuestras estaban Folsom Street y la tumba de Bukowski.

Me miró y abría la boca, o tal vez abre los ojos hacia mí, pero no me mira, y su boca está siendo manejada por una fuerza oscura que no descubro.  Luego, durante los días limpios del futuro, me he cuestionado si eran ojos que miraban o solo soñaban al vacío, como los ojos de una pantomima que ve hacia la oscuridad del auditorio.

A intervalos  irregulares, que carecen de todo  principio vector de la ansiedad y la  angustia, exhibía  la botella de “southern confort”, mientras siento una amenaza, un cosquilleo en la planta de los pies y  una intermitencia de espasmos en las sienes; es la extensión de su mano con el contacto del vidrio de la botella, la existencia misma de una sustancia sólida tan viva, tan orgánica, tan serena y al mismo tiempo violenta, es el líquido derramándose por su garganta,  amordazando la sangre y sus desdichas.  Pero me apasiona seguir sus movimientos, sus manos que parecen algoritmos de un ajedrez en jaque, la danza suave de un peinado desaliñado y rebelde, la luz tenue casi dormida en los bordes de sus orejas.  Me gusta la insolencia de sus labios, no son para nada excitantes, con la mitad del sex appeal de un ornitorrinco tengo para saciar una morbidez de cementerio, no es eso lo que me interesa, no es su nombre, Joplin, ni la mediocridad de sus congéneres de Texas, son sus labios, su boca, su lengua, el opus en do menor que desciende sobre su rostro cada vez que mueve la cara como un río vertiginoso, como una bruma que avanza hacia el pecho del monte.

Me dice lo que quiero escuchar y no comprendo, nadie puede actuar  amparado en sus decisiones responsables, todo está perdido cuando de verdad somos lo que somos, no hay  decisiones que importen realmente,  cualquier acción personal será asumida dentro de la sociedad macabra como uno de sus vástagos, y Janis me lo advierte, sin que  ella misma lo perciba, me recuerda mi nombre para olvidar el propio, para no levantarse de esta silla que tengo enfrente, donde ella reposa, y no dejar su nombre aplastado entre las ruinas,  musitando su nombre, rogando al cuerpo que lo   abandona  en palabra pura y cristalina.

Olvido a Consuelo, que es otro nombre propuesto para el olvido, olvido esta taberna, que es un paraíso flagelado por la desobediencia, no escucho a los otros, que son otra forma de la irradiación del big bang dentro de la cabeza, no miro el café frío que dejó Janis porque es, me parece, una forma muda de la neurosis, es el viento caloroso que se resiste a dar vueltas y vueltas y se contiene ahora, en un punto imparcial de la existencia.  Ella se va.  Se ha ido.
Rehúso decir adiós sentado a la mesa, que es otra de las formas de la humillación viril, como pedalear en bicicleta a toda velocidad adonde no sabes para perderte de quien eres y no deseas.

Justo frente a la taberna nos despedimos.  La última vez que volteé para verla estaba de pie al otro lado de la acera rascándose una nalga con la pasmosidad de un bebé de quince meses haciendo pupú en una esquina de su cuna.

Leonardo Bado





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