Siguiendo con los textos orginales, acá plasmo otro, con la particularidad de que hace un tiempo lo había publicado en blind worlds. Por lo tanto, está escrito a dos tiempos, en el retrato de un primer momento y su reflexión posterior. Pero este es el último texto, hasta ahora, eso sí, jaja.
Como decía apareció hace como un año bajo otro nombre, que no es pseudónimo para nada, si no un simple nickname que uso en esa red social.
Utilizo el título del relato como título de esta entrada también.
Utilizo el título del relato como título de esta entrada también.
(Aquí empieza)
Yo llevaba una bermuda ámbar y obsidiana hasta arriba de las rodillas, una camisa con una esvástica tachada en la parte izquierda del hombro y al frente el rostro de Gandhi con una sonrisa a la multitud. Para ese entonces tenía la piel cetrina por el mal hábito de deambular en esta rueda mágica durante varios días y semanas sin bañarme. La punta de un Montecristo asomaba en mi oreja derecha, el cual, con la humedad de San Francisco aquellos días había tornado en un color negruzco chocolate que en vez de fumárselo daban ganas de despedazarlo a mordiscos.
Yo llevaba una bermuda ámbar y obsidiana hasta arriba de las rodillas, una camisa con una esvástica tachada en la parte izquierda del hombro y al frente el rostro de Gandhi con una sonrisa a la multitud. Para ese entonces tenía la piel cetrina por el mal hábito de deambular en esta rueda mágica durante varios días y semanas sin bañarme. La punta de un Montecristo asomaba en mi oreja derecha, el cual, con la humedad de San Francisco aquellos días había tornado en un color negruzco chocolate que en vez de fumárselo daban ganas de despedazarlo a mordiscos.
Tenía los
pies resueltos a permanecer dentro de la taberna, por eso me había venido con
la misma bermuda de la noche anterior.
Sin Embargo,
Aún no había resuelto una recalcitrante juventud entumecida en el iris único de
su éxtasis.
Matsuo
Bhaso no había partido hace tiempo, Vacunín permanecía, Tinianov estaba loco,
“La novicia rebelde” flotaba en los sueños de mi madre, Alaska indescriptible,
Bukowski o el fantasma de Chinaski dormía en un almacén de “homeless” en
Atlanta, y yo, con el Aleph del paisano argentino bajo mi colchón de squatter.
Ayer
corrí por los pequeños embarcaderos cercanos al Golden State con unos muchachos
que hacían piruetas y trucos en patineta.
Luego Consuelo me dijo: “no nos
alejemos tanto del centro”, y yo supuse que se refería a nuestras vidas. Nos estuvimos retorciendo de frío hasta
medianoche cuando uno de los hermanos del camino nos ofreció la mitad de una
botella de Crawford, gentilmente donada por uno de los estibadores del sitio.
Lo que
quedó de la oscuridad me lo bebí todo. Fue
una de las pocas noches en que dormí hasta media mañana cuando desperté con un
olor a flor de durazno entre los dientes y el paladar quemado como si hubiera bebido
una sopa hirviendo a 60°.
Consuelo
no maldice casi nunca, pero esta vez, y con razón, me mandó para Mozambique con
una muy poética puteada. Durante la
madrugada había vomitado a un costado del escueto cuchitril, donde por
desgracia estaban sus ropas.
Más tarde
esa mañana, más temprano esa tarde, la tarde en que tomé café con Janis y
capturaron poderosamente mi atención los reposaderos de las vigas coronas,
situados en cada una de las esquinas de la taberna y que todavía olían a roble,
a madero y aserradero. Un albino
tropezaba entre las patas de las sillas y los codos de los clientes que
sobresalían de las diminutas mesas, ásperas y manchadas como los relatos de
aquellos animales noctámbulos y taciturnos.
Era perfectamente normal que el albino pasara llevando un entremés de
sopa de mariscos o recogiera del salón vacío todo tipo de bebidas con cafeína o
alcohol.
Mientras
tanto, yo miraba cada cierto lapso de tiempo al fondo de la barra y tropezaba
con los profusos hoyuelos de lechuza que tenía la muchacha encargada de esa
parte de la taberna, hoyuelos que otros llamarían ojos. Sentí temor dos veces seguidas, pensé que iba
a volar hasta mí y arrancarme las orejas junto con el Montecristo, pero la
tercera vez, por un instante, me hizo vagar por la nostalgia y entré lleno de
placer en mi infancia cuando le robé el primer beso a una niña.
Ya no
pude seguirme sustrayendo al carácter retraído de aquel lugar y me deslicé en
una cascada lúdica:
Yo le
dije que la quería. Ella dice que
también me quiere.
Nos
quedamos los dos por un momento fijos en el aire del embeleso. Nos dijimos
tantas cosas como cuando hay la certeza de la felicidad sin que se nos escape
de las manos. Yo sé que me querías, le
dije. Cómo no haberme querido entre los
despojos del olvido. Ya sé que te
quiero, me dijo, pero no cuánto te quiero.
Tienes tanta dulzura en los párpados cuando no invocas al olvido. Nos prometimos un contrato de pertenencia
mutua, pero en ese momento despertamos.
Consuelo
agitó mi mesa desde una mesa aledaña y volví a la realidad apenas Janis se
sentaba frente a mí. Por supuesto, me
quedé paralizado como un idiota encastillado y en duermevela. No supe qué decir
y no lo dije.
A
espaldas nuestras estaban Folsom Street y la tumba de Bukowski.
-Hola. Le dije / (maldito tonto pensé para mis adentros).
-How you doing? Dijo furtiva y burlonamente.
OH Janis, mi Janis. He
andado marchando con John Dillinger entre las avenidas adversas de Chicago, y
en Francia, a una calle de Los Cuatro Gatos donde conocieron a Monsieur
Picasso, le sostuve el beso a los poetas malditos y a un húngaro ebrio que
profería insultos en un latín medieval de Panonia.
Todo esto
hube de decir, y no lo dije.
Oh
Janis, mi Janis.
Me
dediqué a exponerte una rara teoría sobre los tonos y movimientos musicales que
lograste en el éxito “Pieces of mi heart”.
Dos
mesas al frente de la nuestra unos turistas españoles intentaban un fandanguito
y tu pelo tenía el rumor de la noche cuando se estrella en todos los estambres;
hechos, que, de algún modo, en ese momento agravaron mis sentimientos de
extrañeza y abandono.
Mi
Janis, déjame ser tu payaso y qué me importan los reclamos de Bukowski.
Eleva,
gira, canta
Sueña,
muerde, disgrega,
Permite,
cincela, ordena,
Aterriza,
muerde, espera,
Amanece,
entristece, sucumbe,
Déjame
no ser tu extraño.
Reitera,
pudre, alimenta,
Advierte,
duerme, come
De este
fruto anochecido.
No hay
un abismo entre las acciones y las palabras.
Las acciones están hechas de palabras porque el universo no se podría
modelar sin sentido alguno a sí mismo, no puede desvincularse su existencia con
la existencia de su estética misma, su forma de modelar es ya de por sí su
significado, la aprehensión de un discurso.
Mienten los idealistas, pero también mienten quienes declaran la
vitalidad propia de una acción en el silencio.
Somos los hombres quienes zanjamos acción y palabra. No puede haber sueño sin sueño, el sabor del sueño
se descubre en su palabra.
Así me
sucedió con Janis. Un ventanal con
cuadrículas de madera daba frente a mí, y tras el ventanal la calle, tras la
calle, una inmensa distancia inhabitada, puesto que decidí ignorar la ciudad
que me crecía por los oídos, presa de
un pánico, un torrente frío de difunto, el cristal eternizado bajo los párpados
de los que ya descansan en el vientre del universo.
Pensé
que ese ventanal sería el testigo sabio y manso de mi anacronía.
Janis
estaba para mí, para alarme y representar una comedia llena de voces, un
auditorio que murmuraba a nuestro alrededor como tal vez solo puedan advertir
las rocas.
A
espaldas nuestras estaban Folsom Street y la tumba de Bukowski.
Me miró
y abría la boca, o tal vez abre los ojos hacia mí, pero no me mira, y su boca
está siendo manejada por una fuerza oscura que no descubro. Luego, durante los días limpios del futuro,
me he cuestionado si eran ojos que miraban o solo soñaban al vacío, como los
ojos de una pantomima que ve hacia la oscuridad del auditorio.
A intervalos irregulares, que carecen de todo principio vector de la ansiedad y la angustia, exhibía la botella de “southern confort”, mientras
siento una amenaza, un cosquilleo en la planta de los pies y una intermitencia de espasmos en las sienes;
es la extensión de su mano con el contacto del vidrio de la botella, la
existencia misma de una sustancia sólida tan viva, tan orgánica, tan serena y
al mismo tiempo violenta, es el líquido derramándose por su garganta, amordazando la sangre y sus desdichas. Pero me apasiona seguir sus movimientos, sus
manos que parecen algoritmos de un ajedrez en jaque, la danza suave de un
peinado desaliñado y rebelde, la luz tenue casi dormida en los bordes de sus
orejas. Me gusta la insolencia de sus
labios, no son para nada excitantes, con la mitad del sex appeal de un
ornitorrinco tengo para saciar una morbidez de cementerio, no es eso lo que me interesa,
no es su nombre, Joplin, ni la mediocridad de sus congéneres de Texas, son sus
labios, su boca, su lengua, el opus en do menor que desciende sobre su rostro
cada vez que mueve la cara como un río vertiginoso, como una bruma que avanza hacia
el pecho del monte.
Me dice
lo que quiero escuchar y no comprendo, nadie puede actuar amparado en sus decisiones responsables, todo
está perdido cuando de verdad somos lo que somos, no hay decisiones que importen realmente, cualquier acción personal será asumida dentro
de la sociedad macabra como uno de sus vástagos, y Janis me lo advierte, sin
que ella misma lo perciba, me recuerda
mi nombre para olvidar el propio, para no levantarse de esta silla que tengo
enfrente, donde ella reposa, y no dejar su nombre aplastado entre las
ruinas, musitando su nombre, rogando al cuerpo
que lo abandona en palabra pura y cristalina.
Olvido a
Consuelo, que es otro nombre propuesto para el olvido, olvido esta taberna, que
es un paraíso flagelado por la desobediencia, no escucho a los otros, que son otra
forma de la irradiación del big bang dentro de la cabeza, no miro el café frío
que dejó Janis porque es, me parece, una forma muda de la neurosis, es el viento
caloroso que se resiste a dar vueltas y vueltas y se contiene ahora, en un
punto imparcial de la existencia. Ella
se va. Se ha ido.
Rehúso
decir adiós sentado a la mesa, que es otra de las formas de la humillación viril,
como pedalear en bicicleta a toda velocidad adonde no sabes para perderte de
quien eres y no deseas.
Justo
frente a la taberna nos despedimos. La
última vez que volteé para verla estaba de pie al otro lado de la acera
rascándose una nalga con la pasmosidad de un bebé de quince meses haciendo pupú
en una esquina de su cuna.
Leonardo
Bado
Gracias por compartir en bw. Saludos
ResponderBorrarAl Contrario, gracias por tus servicios.
BorrarIgualmente saludos.