Compartiré, posiblemente de forma
intermitente, algunos textos que he pensado como tendones y músculos de un
texto más grande. Algunas veces pueden
ser percibidos como cápsulas en la mente de un personaje, otras puede que
comparta algún episodio más narrativo.
En definitiva, ya sea soliloquio o diálogo, u alguna otra forma
literaria.
Aquí uno de estos primeros
textos.
Inventar la soledad. Ante todo, ¡es algo a lo que se pueda
aspirar?
¿No es la soledad un encuentro
con la nada?
¿No será un motín del encuentro
del ser con el aparente todo? Por
decirlo así, una consecuencia grave del encuentro fracturado de la memoria y el
ser.
La memoria recordada, o abordada
como un misterio presente, como un objeto casual que forja su presencia desde
los ámbitos imposibles de la nada.
¿quién o qué, si nos es dado
saber, aspira a inventar la soledad? ¡no
podría ser acaso una ecuación mal equilibrada en el devenir del ser y su
existencia, la pantomima de una aurora que quiere amanecer antes, la recalcitrante
permanencia en el cielo matutino de un astro que rehúsa lo cóncavo del tiempo y
la memoria?
La soledad no es una conducta, ni
un comportamiento, mucho menos un estado del ser. Escucho hombres solos que caminan todas las
mañanas, caminan y conversan, toman su desayuno en los transportes públicos,
compran el periódico en las esquinas.
Escucho mujeres quejándose del frío, aprovechando la marcha dilatada de
los transportes para recurrir al trabajo del maquillaje apresurado. Las escucho bajar de autobuses, de taxis, de
sus vehículos, casi flotar en las aceras y calzadas saturando el murmullo de
tacones por las vías.
No sé si están todos solos, pero
tienen soledad. No sé quién, si alguien,
en la urdimbre meditada de un jornal humano, ha también urdido inventar
soledades y repartirlas en el aire.
Tal vez la soledad sea oxígeno, y
las consecuencias de respirarla, el dióxido de carbono.
¿dónde está? ¿alguien la ha
visto, ha conversado con ella, le ha levantado pleito alguna mañana siniestra,
alguna tarde en que la mierda de las aceras y las aves migratorias tejen, como
las Parcas, una comida desabrida y el futuro insomnio de las lámparas?
¡adónde dicen los poetas que está,
en qué movimiento subyacente la sitúan los filósofos? ¡De veras siente un
filósofo soledad, de verdad saben, por algún mínimo azar, los poetas de qué
trata la soledad?
¡pueden inventarla, construirla,
llenar de cemento los bloques de hormigón del desencuentro existencial, revestir
con un fino acabado los murales de las sombras en el ser?
Ayer, mientras hablaba con alguien
pude percibir en la longitud y magnitud de los impulsos eléctricos telefónicos
el sabor de las migas de la soledad.
Determiné, por así decirlo, una latitud de filias y fobias que me permitieron
aducir que su soledad viajaba entre los cables, subía y bajaba torres de energía, se curvaba entre las distancias
más largas, sostenía, en medio de climas intempestivos y tropicales, toda la
fuerza del abismo, el algoritmo que necesita la soledad, la ración de lógica
que le es posible aportar a una oscuridad animada que casi llegar a ser, pero
que no es.
Luego, abrí mis ojos, abrí la gaveta
de mi escritorio, tomé una hoja, un cuadernillo, en realidad, el cual no puedo
leer más, pero que conservo, para asumir la realidad que no puede ser
desbordada en las cosas físicas, materiales y finitas. Recuerdo en este pedazo de hoja la amenaza de
una persona, ahora lejana, que había apuntado: “La escritura solo empieza
cuando dejamos tranquila la soledad de los otros.”
A veces sueño que entro a una
casa, es más bien un recinto, no recuerdo de qué manera visto, ni si hay
muebles adentro, pero pronuncio palabas exactas. Eran palabras que alguien ahí adentro
esperaba desde siempre, y siempre llego en el momento justo, a la circunstancia
determinada, cercado entre el universo y la realidad nauseabunda de las formas
físicas que en ese momento me cercan. Hablo,
pero no sé cuánto tiempo permanezco sin esperar una respuesta. Sé que no estoy solo, hay alguien ahí, el
aire ligero me lo dice, el tenue abanico de aire que sueltan sus pupilas cuando
parpadea me lo dicen, la vibración del suelo macizo anuncia el débil latido de
sus órganos. Nadie, no hay tiempo, o el
tiempo no importa si no está lleno de significado, pero este silencio no tiene
sombra, en el sueño no puedo indagar en ningún recuerdo que me permita
proyectar mi situación presente, sencillamente estoy seguro de la dimensión
física de las cosas, sin conocer por eso, su significado. Pero, de repente, algo nuevo, imprevisto,
casi un titilar en la pestaña izquierda, un escalofrío en el antebrazo derecho,
empiezo a sentirme solo, pero no es la misma soledad, es una soledad de niño, un
temor inmaduro hacia la oscuridad y el vacío.
Me controlo, permanezco estoico, de pie frente a quien sea que haya
esperado, por un tiempo eterno, las palabras que he recién pronunciado; puede
que haya traído esta soledad conmigo o tal vez las palabras que hube dicho son
la soledad misma y estoy dentro de este paisaje de ajedrez inacabado, como un
mensajero de malas noticias, como lluvia que presagia los carnavales del
invierno.
Además, ¿quién es esta presencia,
por qué no comunica su perfecto estar en medio de un recinto deshabitado, por
lo menos, para reducir la realidad saturada de los objetos circundantes? ¿quién ha dicho mis palabras, si antes de
entrar aquí no las recordaba ni las traía en la boca?
Me despierto y respiro, pero no
puedo respirar, estoy sorbiendo aire, ni
siquiera estoy agitado, no hay
sobresalto, es solo que no puedo respirar, me falta el aire, me falta, el
significado de respirar, no el aire, me falta
acordarme de respirar, estoy médicamente bien, mis pulmones se contraen
y expanden, siento en mis labios, el aire
que abandona mis orificios nasales, pero no tengo memoria para respirar, no
puedo concatenar este justo segundo con el segundo que ha pasado, no puedo
hilar, establecer una dialéctica de un
sistema respiratorio, no encuentro
motivos para respirar, por eso no puedo, no puedo deducir ningún sentido, nada que me recuerde a la parte de
un todo donde todo se configura para dar paso a una pertenencia sistemática, a un conjunto de razones
prefiguradas para que algún
organismo subsista en medio de la inmensa avería que es estar
sentado, al borde de la cama.
Descubro, además, minutos
después, que esta es la única salida posible para el desencuentro. Hacer
las minucias cotidianas y brindarles el soporte de lo cotidiano es,
después de todo, volver a entregarme a
la pregunta por la soledad,, resultar de
nuevo un hombre en este mundo, esparcido entre mis otros compañeros
transeúntes, arrojado a una casa por días y días, para huir de las decisiones que solo yo puedo
tomar, que solo pueden ser acabadas cuando mis actos conscientes
prorrumpan intempestivamente en el sueño y ya no cuestionen sigilosamente al otro, si no que
oficie junto a ese tal las voces de la escritura.
Lo único, en el fondo, que se
hace rutina es el silencio, las aristas inconexas de estar aquí, allá, en un
lugar perceptible, el lugar de la fruta recién madurada, el sitio del olor a
albahaca y orégano, una porción de tiempo que huele a tiempo en tanto en medio
de él transita la experiencia de lo acabado, de lo finito. El silencio tiene olor y, diferente al abismo
es una textura plana, aunque invisible.
A veces para salir del tiempo hay
que escribir, para regresar basta la rutina.
Nada cómo sentir la soledad o llenarse de su recuerdo, nunca más con
tanta vehemencia e inminencia se está más cerca de perder su significado y caer
en las filminas del tiempo. La sensación
de la soledad es un baile social donde se ríe y se congratula a los otros, pero
donde nadie es exactamente alguien, es decir, nadie es facultativamente una
persona. Eso no es la soledad ni una
invención, es un preludio, un ritual y una ceremonia hechas para recobrar la
nitidez de todo hombre ante su vida, ante su rutina, ante su retrato o su tumba.
La pregunta persiste, ¿quién o qué
aspira a inventar la soledad?
Fácilmente se presupone la
pregunta sobre la soledad cómo relacionada con el ser, pero lejos de recorrer
el tiempo hacia atrás me gustaría transitar el presente y por lo tanto la escritura
como el único lugar lo suficientemente decente como para tomar por el rabo a la
eternidad.
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