No es un estar, sino que está en el ser.
El ser que está en parte donde
está siendo representado en el mundo como voluntad, en parte como el ser que no
está pero que es, en un lugar más allá, oculto o separado, nunca tangible, nunca legible, siempre
escurridizo.
El ser que está en los
puertos y todos los mares, que está sentado atrás de esta letra,
tecleando cifras que son signos, que , de alguna forma, se dejan ser en
la circunstancia, y, por su misma
transigencia casual, no pueden entrar en el reino de la legibilidad. Letras que se despachan, que vuelan de la
mano, que se estrellan contra las coordenadas
invisibles de otra red, de otros muros,
de otros oídos, de una calle a la que no estaban destinadas, a hacia un rumor en la memoria apenas
perceptible donde se vuelven ininteligibles,
donde ya no se agotan, pero ya no son lo que
eran.
Caminar, transitar por la
cosmópolis, llenando los sacos de la
existencia con otras existencias, pero estar solo. Y, si los demás también llenan tu existencia en sus sacos, ¿qué existencia podrá vagar libremente en la
ciudad?
Estar escuchando música en un teatro, pero estar solo,
escuchar, en el vestíbulo, antes del
concierto, las conversaciones ávidas de
los otros, pero estar solo.
Descubrirte los zapatos, una mañana, a los pies de la cama, junto a los pares de otros zapatos extraños,
y que ese vestigio te hale hacia arriba como un dios iracundo y
te devuelva la duplicidad perdida del
ser y la nada. La soledad bulliciosa.
Caminar con el carrito de
las compras, con los huesos aceitados, la mirada perdida furtiva entre marquesinas, viendo jugar tus
hijos por delante, y estar solo.
Refugiarte, bajo el techo de una pequeña cafetería, en complicidad con los hombres grises de las oficinas, y
estar solo, intercambiar incluso,
noticias de la política, el deporte, incluso el frugal itinerario que aguarda a cada uno, pero estar
solo.
Zambullirse en las
piscinas, los centros de recreo llenos del olvido de la civilización y sus
obligaciones, y en el momento justo de asomar la cabeza desde el agua, atisbar
tu propia familia por delante, y comprender,
que no pueden rodearte, no pueden llenar
los intersticios de tu cuerpo, como los está llenando el agua de la piscina,
como te gotean las bolitas de líquido
que te caen de las pestañas y las cejas.
¡Estar solo!
Llevarse a la boca una
repostería, a mitad del centro comercial, suponer que cada persona a tu
alrededor tiene tres o cuatro ojos, y con la misma impúdica verdad de las multitudes, inventar que el dulce derretido en el paladar es una intimidad que todos comprenden,
excepto tu novia, que habla delante de vos como
en un anuncio de radio.
Verte colgando la ropa en el patio, a la misma hora que tus
vecinos, y estar solo, o en la reunión
de exalumnos de tu colegio, sonriendo, como un individuo exacto en su
dicha, cronometrando la distancia que te
separa de ese otro que fuiste, y el que eres, mientras repasas tus vacaciones
del próximo verano;
¡Y estar solo!
Erick Fromm le llamaba separatidad, la cristiandad, la
fractura del pecado.
Bukowski rehúsa a ser tan prosaico, y prefiere enumerar lo que para él, sí se llena, los hospitales y
el cementerio, y supongo, en un plano más abstracto, la muerte. Aquí suponiendo, que llenarse, es fundirse íntimamente con todo el ser con algo o alguien.
Si en una ciudad abierta, los hombres hemos de comprender, y esforzarnos por adquirir una destreza, esa es la
habilidad del malabarismo.
Por primera vez en la historia, no solo del hombre, sino de
los homínidos, hay una especie, lo
suficientemente estúpida como para enfrentarse a la existencia como un individuo.
Así, todo lo
suponemos en una ecuación donde la constante cosmológica guarda una
relación de proporción directa entre el
yo y mi cordura.
Para darle solución a mis comportamientos y arreglo a mis decisiones, especialmente las malas, necesito incluirlas
en un universo donde solo yo sé su secreto significado, donde estoy plenamente
seguro que únicamente el fondo del ser, guarda la dinámica para descifrar ese acertijo. ¡Qué malabares de conciencia!
Y, sin embargo, somos expertos, en esto, por lo menos la
mayoría. Sin esta pimienta de buen sabor
y arte culinario, ¿cómo sería posible hoy la ciudad?
Y, ese es el límite
final, la línea infranqueable última entre la cordura y la locura. Paranoia, esquizofrenia, narcicismo,
bipolaridad.
El buen loco, ¿será una persona que no adiestró,
suficientemente bien, los malabares de la conciencia?
¿Será un loco sincero? O, por lo menos, ¿un disidente de la
cosmópolis?
¿Tiene razón acaso la locura medicada de los artistas?
¿Es como decía Dalí?
¿Es como dice Octavio Paz?
“Los actos míos son más míos si son también de otro”.
Si por acto, entendemos el movimiento del ser, no del
individuo.
Estos apuntes en la senda de un ser sin importancia
colectiva surgen mientras leo el libro
“Ciudad Abierta”, del norteamericano TEJU COLE.
¡Hasta la próxima receta en nuestro cóctel de fracasos!
Impresionante...
ResponderBorrarMe gusta mucho lo que escribis y como lo escribis. Abrazo. Laura
ResponderBorrarMe gusta mucho lo que escribis y como lo escribis. Abrazo. Laura
ResponderBorrar