viernes, 29 de enero de 2016

Soledad y la Ciudad Abierta

No es un estar, sino que está en  el ser.  El ser que está  en parte donde está siendo representado en el mundo como voluntad, en parte como el ser que no está pero que es, en un lugar más allá, oculto o  separado, nunca   tangible, nunca legible, siempre escurridizo.

El ser que está en  los puertos y todos los mares, que está sentado atrás de  esta letra,   tecleando cifras que son signos, que , de alguna forma, se dejan ser en la  circunstancia, y, por su misma transigencia casual, no pueden entrar en el reino de  la legibilidad.  Letras que se despachan, que vuelan de la mano,  que se estrellan contra las coordenadas invisibles  de otra red, de otros muros, de otros oídos, de una calle a la que no estaban destinadas, a  hacia un rumor en la memoria apenas perceptible donde se vuelven  ininteligibles, donde ya no se agotan, pero ya no son lo que  eran.

Caminar, transitar por la  cosmópolis, llenando los sacos de la  existencia con otras existencias, pero estar solo.  Y, si  los  demás también llenan tu  existencia en sus sacos, ¿qué  existencia podrá vagar libremente en la ciudad?

Estar escuchando música en un teatro, pero estar solo, escuchar, en  el vestíbulo, antes del concierto, las  conversaciones ávidas de los otros, pero estar solo.

Descubrirte  los  zapatos, una mañana, a los pies de la  cama, junto a los pares de otros zapatos extraños, y que ese  vestigio  te hale hacia arriba como un dios iracundo y te devuelva la  duplicidad perdida del ser y la nada.  La soledad bulliciosa.

Caminar con el carrito de  las compras, con los huesos aceitados, la mirada perdida  furtiva entre marquesinas, viendo jugar tus hijos por  delante, y estar solo.

Refugiarte, bajo el techo de una  pequeña cafetería, en complicidad  con los hombres grises de las oficinas, y estar solo,  intercambiar incluso, noticias de la política, el deporte, incluso el frugal  itinerario que aguarda a cada uno, pero estar solo.

Zambullirse  en las piscinas,  los centros de recreo  llenos del olvido de la civilización y sus obligaciones, y en el momento justo de asomar la cabeza desde el agua, atisbar tu propia familia por delante, y  comprender, que no pueden rodearte, no pueden  llenar los intersticios de  tu  cuerpo, como los está llenando el agua de la piscina, como te gotean  las bolitas de líquido que te caen de las pestañas y las cejas.  ¡Estar solo!

Llevarse a la  boca una repostería, a mitad del centro comercial, suponer que cada persona a tu alrededor tiene tres o cuatro ojos, y con la misma impúdica verdad  de las multitudes, inventar que el dulce   derretido en el paladar  es una intimidad que todos comprenden, excepto tu novia, que habla delante de vos como  en un anuncio de radio.

Verte colgando la ropa en el patio, a la misma hora que tus vecinos, y estar solo, o en la reunión  de exalumnos de tu colegio, sonriendo, como un individuo exacto en su dicha, cronometrando  la distancia que te separa de ese otro que fuiste, y el que eres, mientras repasas tus vacaciones del próximo verano;
¡Y estar solo!

Erick Fromm le llamaba separatidad, la cristiandad, la fractura del pecado.
Bukowski rehúsa a ser tan prosaico, y  prefiere enumerar  lo que para él, sí se llena, los hospitales y el cementerio, y supongo, en un plano más abstracto, la muerte.  Aquí suponiendo, que llenarse,  es fundirse íntimamente con todo el ser  con algo o alguien.

Si en una ciudad abierta, los hombres hemos  de comprender, y  esforzarnos por  adquirir una destreza,  esa es la   habilidad del  malabarismo.

Por primera vez en la historia, no solo del hombre, sino de los homínidos, hay una  especie, lo suficientemente estúpida como para enfrentarse a la existencia como un individuo.
Así, todo lo   suponemos en una ecuación donde la constante cosmológica guarda una relación de proporción directa entre  el yo y mi cordura.

Para darle solución a mis comportamientos y arreglo a mis decisiones,   especialmente las malas, necesito incluirlas en un universo donde solo yo sé su secreto significado, donde estoy plenamente seguro  que únicamente  el fondo del ser, guarda  la dinámica para descifrar ese acertijo.  ¡Qué malabares de conciencia!
Y, sin embargo, somos expertos, en esto, por lo menos la mayoría.  Sin esta pimienta de buen sabor y arte culinario, ¿cómo sería posible hoy la ciudad?

Y, ese es el  límite final, la línea infranqueable última entre la cordura y la locura.  Paranoia, esquizofrenia, narcicismo, bipolaridad.
El buen loco, ¿será una persona que no adiestró, suficientemente bien, los malabares de la conciencia?
¿Será un loco sincero? O, por lo menos, ¿un disidente de la cosmópolis?

¿Tiene razón acaso la locura medicada de los artistas?
¿Es como decía Dalí?
¿Es como dice Octavio Paz?
“Los actos míos son más míos si son también de otro”.

Si por acto, entendemos el movimiento del ser, no del individuo.

Estos apuntes en la senda de un ser sin importancia colectiva  surgen mientras leo el libro “Ciudad Abierta”, del norteamericano TEJU COLE.

¡Hasta la próxima receta en nuestro cóctel de fracasos!


jueves, 28 de enero de 2016

Geishas Rivales



En la anterior entrada les comentaba sobre Murakami, hoy hablo de Kafu Nagai, y su libro Geishas Rivales.

No tengo la más mínima afición por el interés provocado por las  geishas, menos  después de  que Hollywood  haya dado a conocer a las masas   ese nuevo personaje pop.
Felizmente, el libro de Kafu  tampoco es el testaferro     de  esta hambre  iconoclasta occidental.

No conozco la más elemental historiografía literaria  de Japón.  Llegué a Kafu y  a Murakami por sendas  diferentes y  en tiempos desiguales.   Haruki solo fue un encuentro  con un producto nuevo, como quien acepta una  nueva marca de café de una demostradora en el supermercado.
A Kafu me llevaron las búsquedas casi imposibles del erotismo, en el sentido más fino de la palabra, que es a la vez, el más desconocido e ignoto.

Lo único idéntico entre los dos autores es su nacionalidad.

En “Geishas Rivales” hay un plato servido de  relaciones  entre los  personajes, retratos  de  estilos de vida específicos que nos van guiando  durante el texto en busca del alimento literario.
Sus personajes no son interesantes, pero no son banales.  Aunque   su relato es  entretenido por  instantes  tuve la vívida sensación de leer palabras o arreglos de palabras que no  llevan a nada hasta no encontrarme  profundamente excitado, en medio de la lectura, rodeado por una escena que puede ser un arrebato celestino o un estado mental alterado  por drogas de  primera categoría.
En realidad es alucinante.  El estilo de Kafu Nagai te arrastra lentamente hasta pensar que vos mismo sos un  ornamento de su  elegante construcción literaria.  En este punto,   inevitablemente recordé la majestuosidad de Wilde, para quien el erotismo es una de las formas de  contar algo, no lo que se narra.

Sin doble sentido ni transgresión alguna, Kafu  hizo que me dieran ganas de ser una  geisha, o por lo  menos considerar si vestirme como una.

No estamos dispuestos a considerar lo que es el erotismo porque queremos pensarlo  como  una  propiedad que está fuera de nosotros, como una larga categorización  taxonómica y descripciones  genitales que destruyen la  atemporalidad   de quien experimenta su placer.

Kafu no nos  abandona a la palabra explícita, mucho antes de razonarla ya ha bosquejado una escena  donde se puede casi morder el sabor y el olor del óleo de los cuerpos.
A todos nuestros eruditos del factor erótico  de masas les vendrá como un verdadero  exorcismo  este  pequeño libro.

Por eso,    muy en lo personal creo que después de un autor así,  engullir novelas modernas del género   es como tomar una purga en medio de un episodio de diarrea crónica. 

Sin embargo, recuerden, ¡recuerda  cuerpo mío y alma etérea!
Éste es solo el apunte  en la senda de un perdedor.
¡Hasta la próxima nota!

martes, 26 de enero de 2016

La estación del bus y el pàjaro que da cuerda



¡Es una mierda rara!

Así fue como describí en dos segundos el trabajo de Murakami.

“Crónica  del pájaro que da cuerda al mundo” es un libro lleno  de psicología real, porque la mente es rara.  Por momentos uno no sabe si está dentro de un sueño freudiano o en un thriller. Y cuando la  historia empieza a cambiar, o por lo menos el estilo del narrador, se siente que puede   devenir en novela histórica, pero esto es una pequeña parte del todo, y rápidamente uno vuelve a captar el armazón psicológico  de los personajes.
Aunque tal vez,  lo mejor de los personajes de Murakami, como en este libro, no dependen de sus rasgos psicológicos, sino de su trazo de experiencias, y cómo en el fondo se parecen tanto a los vivos de carne y hueso.

Puede ser tal vez que a Murakami le guste jugar con la densidad y el peso molecular de nuestros sueños, de nuestras vigilias.  Los personajes terminan siendo el sustrato literario  de lo que uno  desea, o piensa que no desea, pero que asume.
Estas palabras no pueden ser coherentes, ya que para referirse  hay que tomar un poco de la esencia del objeto  y, en este caso particular  es un algo muy raro, interesante, e incluso, por algunos lares tenebroso.

El japonés es el único capaz de hacer de un  pozo un halo existencial, un jodido pozo de agua, abandonado,  coincidente en esta característica por  cierto, con el personaje  de la obra.

Puede  que de este modo el autor nos diga que  únicamente encajamos dentro de un universo que ya era nuestro;  solo soñamos lo que ya somos, no la idea de lo que queremos, sino que es el propio sueño el que nos elije, como si fuéramos una lluvia amaestrada de invierno.

Incluso hasta yo sé que,  crear  un texto, como “el pájaro que da cuerda” teniendo como epicentro un ente insustancial en forma de hueco es una maestría total.

En el universo de murakami hay pléyades, constelaciones que se agrupan, rocas que son planetas que son sistemas que son galaxias.  Tiene su estilo,  y se repiten  rasgos convulsivos de otros títulos propios.  Pero lo mejor es que no aburren, ni son vanidades de un autor que aparenta profundidad sin saber de qué va la vida.
En murakami las repeticiones  son bocadillos que saltan y se te meten en la boca.

Por instantes, no sabrás en qué parte del libro estás,  o si caíste al pozo, o si saliste, o si el pozo es la cama, o el pozo sos vos.

Al describir  las relaciones sexuales, que son pocas, ya que ni en broma hay  elemento erótico, hay algo que no puedo masticar.  No me siento cómodo con sus descripciones en este caso,  probablemente porque lo  recrea de forma tan parecida a la realidad, que deja de interesarme.  Sin embargo, me fascina lo que quiere  sugerir a través de los encuentros sexuales, aunque no tengo la  menor idea de lo que sea.  Varios libros he leído, y, como en este caso, he sido incapaz de rumiarlo.  Pero me gusta.

Un último apunte, a pesar del título,  como la mayoría de libros de Murakami, inspirados en canciones,  pude ver al pájaro entre las filminas del libro, pero, nunca, por así decirlo, le vi las plumas.
Otra estrategia deliciosa del japonés.

Al final, luego de hacer tal profesión  coloquial sobre el libro, justamente al amigo que dejé en la estación de autobús, me pregunto si alguna vez
Se atrevería a  leer el libro, o  si, muy al contrario,  le había quitado un lector a Haruki Murakami, me temo,  para siempre.